César Utrera-Molina Gómez | 24 de agosto de 2021
El Infinito en un Junco tiene notables virtudes, pero se equivoca en la pretensión falaz de narrar la evolución del libro en Occidente y por ende, de la cultura, subrayando el papel de Grecia, relegando a Roma y al cristianismo como apéndices.
El Infinito en un Junco de Irene Vallejo (2019) es un fenómeno editorial con decenas de ediciones. Merece detenerse en él por los elementos novedosos que atesora, algunas ideas muy discutibles que alberga y sobre todo por lo bien escrito que está, que permite leer una suerte de ensayo metacultural como si una novela de aventuras se tratase. No parece poca cosa inaugurar un nuevo género en el mundo editorial.
Hay que reconocer un talento indiscutible a la autora aragonesa que ha dado luz a esta obra. Consigue ser amena relatando la historia del libro como objeto, como símbolo de la cultura, como elemento civilizatorio. Tiene la habilidad de gestar, al mismo tiempo que aporta esa información, una suerte de diálogo sencillo con la historia, con las civilizaciones que jalonan el acontecer del libro, con personajes más o menos destacados u olvidados que forman parte del relato.
El infinito en un junco
Irene Vallejo
Ediciones Siruela
472 págs.
24,95€
Estas notables virtudes del libro no se consiguen sin un estilo entusiasta, ágil, natural, soportado por muchas y variadas lecturas clásicas bien aprovechadas y estratégicamente filtradas con acierto en el propio texto. De suerte que este ensayo atípico, posee una estructura narrativa, con idas y venidas, saltos temporales, anécdotas personales, reflexiones sobre el presente que, curiosamente, ayudan a absorber y apreciar mucha de la información que aporta, interesante y rigurosa.
El libro, sin embargo, se resiente de una comercial perspectiva de género feminista algo pesada por la reincidencia del recurso a lo largo de las páginas y lo romo del argumento. No hay obra humana que no deba algo o más bien mucho o incluso casi todo al elemento femenino que está detrás o al lado del autor masculino que se lleva los laureles. Esta perspectiva intrahistórica responde con más realismo al acontecer de los sucesos humanos y permanece ayuna en el largo recorrido histórico del libro. De hecho, afinaría muchas de los juicios del texto en exceso lastrados de blando feminismo bienintencionado.
Pero quizás el más significativo debe del texto reside en la pretensión falaz de narrar la evolución del libro en Occidente y por ende, de la cultura, subrayando el papel de Grecia, relegando a Roma y al cristianismo como apéndices residuales del devenir de nuestra cultura. Esta visión sesgada se ha convertido en un lugar común aplaudido y promovido hoy por la izquierda cultural pero no hay que llamarse a engaño es una idea añeja, más bien viejuna pues envejece mal por su notoria falsedad cada vez más visible. Basta recordar en el orden político un reflejo significativo, el preámbulo de la nonata Constitución Europea estuvo dispuesta a reconocer las raíces griegas y romanas, pero nunca al cristianismo. Debió de ser la última aportación pública de Giscard d´ Estaing a sus compañeros de Logia.
Siguiendo esta sinuosa y discontinua línea, la autora presenta a Roma como un poder soberbio, destructor, plagiario y a rebufo siempre de la brillantez helénica. Resulta extraño obviar el genio jurídico romano una aportación fáustica de inmenso valor social, cultural y humano, original y propio de Roma y cuyos efectos directos benefician a la propia autora con la preservación de los derechos de autor, por ejemplo…Del mismo modo, la preservación y transmisión del conocimiento clásico realizado en los monasterios medievales parece una suerte de actividad aleatoria de monjes rebeldes. Uno se pregunta: ¿por qué se dedican los monjes a copiar textos paganos? Silencio. ¿Por qué después de tantos siglos de intolerancia y censura cristiana, cuya denuncia realiza airadamente al hablar de la Alejandría clásica, permanece el legado clásico de Grecia y Roma? ¿Una casualidad? Y así…Una posible respuesta es que nadie medianamente inteligente (la autora lo es y mucho, conviene insistir) incurre en estos lugares comunes si no arrastra un potente filtro ideológico aplicado a varias generaciones que aboca a una visión tan sesgada y en definitiva falsa del devenir cultural de Occidente.
En el origen de los antecedentes culturales de estas fobias romanas y anticristianas figura, Lutero, ese moderado, que acusó a la Iglesia Romana de todo posible vicio y corrupción, particularmente, de desnaturalizar el cristianismo con Aristóteles y compañía, también le sobraba Grecia a Lutero. Un punto de encuentro de los muy sobrevalorados autores de la Ilustración como Voltaire y sus epígonos fue señalar al cristianismo como semilla de la degradación, ocultamiento y falsificación del mundo clásico. El erudito anglosajón Edward Gibbon, que leyó con profusión y poco provecho al imaginativo Voltaire, en su famoso y monumental Decline and Fall of the Roman Empire no se cansó de acusar sañudamente al cristianismo como responsable directo del ocaso de la Roma con un empeño digno de mejor causa. Hegel, Winckelmann, Nietzche, el propio Wagner y otros pensadores del XVIII y XIX alemán en su obsesión devota por el mundo griego no tuvieron problema en denostar al cristianismo. En definitiva, parte del mundo occidental ha deglutido esta indigesta especie cultural, de forma análoga a cómo la Leyenda Negra ha pasado a formar parte del canon de gran parte del mundo hispánico en virtud de una aceptación acrítica y acomplejada de las tesis planteadas por los enemigos anglosajones y franceses del Imperio Español. Véase Imperiofobia de Maria Elvira Roca Barea.
A esta mala y resistente hierba cultural se responde, de la mano del antropólogo Higinio Marín, postulando que el hombre moderno es deudor directo no sólo de Grecia y Roma, sino sobre todo del cristianismo. Roma fue una calzada. Ese lugar de transmisión de personas, mercancías e ideas por doquiera que la romanidad se extendía. La genialidad de Roma estriba entre otras muchas virtudes, en la capacidad de transmisión global a los confines de su Imperio de aquello que triunfaba en la ciudad de los Césares, ya fueran cultos mitraicos, helenismo, el Derecho o el cristianismo, generando una civilización que sobrevivió al Imperio. No parece aventurado decir que Grecia no hubiera sobrevivido en el acontecer cultural de Occidente sin la Roma que la sojuzgó. Así el hombre moderno que desprecia a Roma y sobre todo al cristianismo, muy a su pesar, es mucho más heredero directo del monje medieval que del mitificado pensador griego. El mundo monástico supuso una ruptura revolucionaria de una tradición secular, al interrumpir la genealogía familiar de las profesiones. Si antes, durante siglos, de una familia de carpinteros surgían carpinteros, de una de comerciantes, comerciantes fue el monacato el que produce una primera autodeterminación del sujeto frente a la tradición secular descrita. Surgieron hombres y mujeres, libres, que abandonan los oficios propios de sus estirpes para seguir la vida monacal.
La transmisión de la cultura en los monasterios no fue algo secundario y casual, sino que formaba parte de los elementos esenciales del monacato: una regla, una liturgia y unos cuantos libros forjaron el primer puente que aseguró la pervivencia de la cultura clásica hasta que otros hombres liberados de los oficios familiares unieron sus saberes para entregarlos a otros, en lo que fue el otro gran acueducto que aseguró la pervivencia del mundo clásico, la Universidad, cuyo origen cristiano nadie duda.. El renacer del mundo clásico a partir del Renacimiento, no hubiese tenido lugar sin los siglos medievales, que pusieron la semilla largamente cultivada en los monasterios, luego en las Universidades que prepararon el uso y difusión de la razón científica que hizo posible la revolución moderna y el mundo contemporáneo.
Volviendo al libro y a sus flecos, sobrevuela sobre el mismo una suerte de pretensión ingenua de salvación personal a través de los libros, por la cultura. Suele ser esta actitud una tendencia arraigada en muchas personas cultivadas que responden a un cierto resplandor de la belleza que toda cultura encierra. Es muy posible encontrarse, en este punto concreto, con cualquiera de buena fe que alumbre esta pretensión, pero también es conveniente advertir que la belleza si queda desligada de la verdad, a veces o quizás siempre, conduce a senderos sin salida o a caminos que prometen, pero no cumplen. De modo que esto nos conduce a un tema implícito en el libro y en esta discusión sobre el mismo: ¿qué aportó el cristianismo a la cultura occidental? Un rumbo. De todos los posibles, el cristianismo, propuso a Cristo como respuesta a la pregunta de Pilatos: ¿Qué es la verdad? y conviene precisar que un rumbo es una promesa de camino, una esperanza de término cierto y que, sin embargo, deja al piloto y su tripulación espacio y tiempo para recorrerlo.
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